Espectadores competentes
El talento te distingue; la ejecución te valida.
No todos saben cómo construir asumiendo la carga de ejecutar, ni se preocupan por aprenderlo. Hay personas que disfrutan analizando y pensando ideas que, por lo que sea, nunca llevan a la práctica.
Muchos de ellos son los que “harían las cosas distinto”, pero nunca las hacen. Los que tienen todas las respuestas sobre cómo fundar una empresa, diseñar un producto o liderar un equipo, pero jamás cruzan la línea que separa la teoría de la práctica. Los que se convencen de que no están donde querrían estar por una suma de factores externos: el contexto, la suerte, los tiempos, la gente equivocada.
Los espectadores competentes viven con la satisfacción de saber que podrían haber sido brillantes, sin el costo psicológico de intentarlo y fracasar. Esa fantasía es su refugio. Es su autoestima de reserva: “no soy exitoso, pero porque no quise, no porque no pude”. Y esa es la mentira más cómoda de todas.
No es un problema de capacidad. Muchos de ellos son realmente buenos. Saben y aprenden rápido. Pero no ejecutan. No priorizan. No planifican. Viven atrapados en la tormenta perfecta del “algún día”, en el eterno “cuando tenga tiempo”, “cuando tenga foco”, “cuando pase el temblor”. Y así, entre excusas razonables y cafés intelectuales, se les van cinco, diez años. La juventud. A veces más.
Algunos le pusieron un nombre elegante: multipotencialidad. Las mentes multipotenciales suelen aburrirse rápido. Saltan de tema en tema buscando esa dopamina inicial del descubrimiento.
Pero el trabajo profundo, el que construye algo real, no está en la novedad, sino en la repetición. Y ahí es donde tropiezan: se necesita disciplina para tolerar el aburrimiento, para sostener el foco cuando el entusiasmo se apaga. La curiosidad es valiosa, pero cuando impide sostener un rumbo, deja de ser una virtud y se convierte en un obstáculo.
A veces, debajo de esa dispersión constante, hay algo más clínico: el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH). Se trata de una dificultad real para regular la atención y el impulso, para administrar el tiempo y organizar las tareas. Los síntomas más comunes incluyen desorganización, olvidos frecuentes, dificultad para terminar lo que se empieza, tendencia a postergar, problemas para mantener la atención en tareas que no generan interés inmediato, cambios bruscos de motivación y, muchas veces, una sensación crónica de frustración o culpa.
Estas personas suelen tener una energía mental intensa, pero caótica. Saltan de una idea a otra con brillantez, pero sin sistema. Pueden pasar horas hiperconcentradas en algo que las estimula y luego quedar bloqueadas por completo ante una mínima tarea cotidiana. No es falta de inteligencia. Es falta de estructura. Y sin estructura, el talento se disipa.
Tener habilidades técnicas o intelectuales es un requisito necesario, pero no suficiente. Se puede ser brillante, pero si no se sabe priorizar, planificar y ejecutar, se vive en una especie de limbo productivo: siempre a punto de hacer algo grande, pero nunca concretando nada.
El verdadero diferencial está en saber decir que no. Cualquiera puede decir que sí a todo; hacerlo no requiere coraje, solo inercia. Pero cada “sí” se traduce en un “no” implícito a otra cosa, porque el tiempo es finito. No hay peor forma de desperdiciarlo que decirle que sí a todo lo que nos aleja de lo importante. Aprender a discernir entre ambos es lo que separa a quien avanza de quien se dispersa.
Los espectadores competentes siempre podrían haberlo hecho mejor. Solo que nunca lo hacen.
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